HOY LAS CIENCIAS ADELANTAN…
Cuando era un chaval vi, en el cine del colegio, una película que me dejó una huella que no se ha borrado. Se llamaba Hibernatus, y estaba protagonizada por Louis de Funes. El argumento era muy sencillo y aseguraba la carcajada: Un hombre tiene un accidente en unas montañas heladas a finales del siglo XIX y, por azar, se queda congelado y no llega a morirse. Muchos años más tarde, creo que en la década de los sesenta, lo encuentran y, después de una intervención médica, lo descongelan y vuelve a la vida. La película gira en torno a los esfuerzos de los personajes para intentar que el descongelado crea que sólo han pasado dos o tres días desde su accidente y no le dé un pasmo al darse cuenta de que se ha despertado en otra época.
Desde hace un tiempo me pregunto qué habría pasado si, en lugar de vivir como cualquiera, me hubiesen congelado en 1975 para despertarme en el año 2008. Creo que somos capaces de adaptarnos de un modo tan natural a la vida moderna que a veces olvidamos que, hasta hace muy poco tiempo, apenas disponíamos de la mitad de comodidades y adelantos que disfrutamos hoy en día. Y no estoy pensando en los objetos de más rabiosa actualidad como los ordenadores, las cámaras de fotos digitales o los móviles de última generación, sino a un sinfín de detalles que generalmente pasamos por alto y que, sin embargo, fueron el eje central de muchos de nuestros actos en tiempos pasados.
Por ejemplo, la tele. En 1975 casi nadie tenía televisión en color. Al menos en España. Recuerdo que vi una por primera vez en casa de mi tío Gonzalo. Desde luego, el color no tenía, ni por asomo, una calidad parecida a la de los aparatos de este siglo. Para comprender cómo era el color basta con recordar las películas de entonces. ¿Verdad que, visto con la perspectiva de hoy, el color de esas películas era rematadamente malo, que a veces parecía que estuviesen pintadas con lápices Alpino? Pues el de la tele era peor. Recuerdo que, en las primeras teles en color, se veía verde toda la pantalla, o roja, o azul, pero nada de definiciones más precisas. Tampoco había mando a distancia, claro. Si alguien quería cambiar al UHF o a la primera cadena, que eran los dos únicos canales que existían, debía levantarse del sofá, acercarse al aparato y presionar los botones. Lo mismo sucedía para bajar o subir el volumen o regular el contraste. Y ese acto, levantarse para dar volumen o contraste o lo que sea, conllevaba unas consecuencias. En cuanto un miembro de la familia se levantaba, decían los demás:
—Ya que estás de pie podrías traer unos cacahuetes de la despensa.
—¿Me traes un vaso de agua, ya que estás de pie?
—Ya que estás de pie podrías subir los tres pisos que hay hasta el desván y bajar cuatro capazos de leña para la chimenea.
Tampoco existía el portero automático y, a veces, ni siquiera el mero timbre en el portal de la casa. Era necesario, pues, ponerse a pegar gritos para llamar al dueño del inmueble —¡Manoloooooooo! ¡Abre ya, cojones, que hace un frío que pela!— o ponerse a pegar gritos para llamar al sereno, que era un tío que llevaba encima las llaves de los portales de todo el barrio y que, no sé por qué, tenía poder de repulsión sobre los delincuentes y no le atracaban nunca. En mi vida acabaré de entender, de todas formas, por qué razón se le dejaban las llaves al tío ese en lugar de llevarlas uno encima, que sería lo lógico.
Y hablando de automatismos, aún no se le había ocurrido a nadie inventar el cajero automático. Jardiel Poncela, el célebre dramaturgo, dijo en cierta ocasión que él no tenía dinero en el Banco porque sólo podía disponer de él durante cinco horas al día —de las 9 a las 14 horas— y exclusivamente seis días de cada siete. ¿De quién es el dinero, entonces?, se preguntaba, ¿Mío o del Banco? Ahora las cosas son distintas. Podemos ir tranquilamente a un cajero automático, presionar un botón con toda la ceremonia y, mientras acercamos la mano a la rendija por donde salen los billetes, leer un mensaje que dice: saldo agotado. Pero eso es porque han cambiado los tiempos. Antes un trabajador podía alimentar a su familia con el sueldo que cobraba cada mes. Hoy no.
Las llamadas telefónicas a otras provincias eran toda una aventura. Se llamaban Conferencias. Siempre recordaré a mi madre con el auricular en la mano y tratando de hacerse entender por la persona que estuviera al otro lado del hilo. Entre un montón de ruidos y silbidos extraños, acostumbraba a producirse una conversación como la siguiente:
—Hola, Felisa… Sí, sí… Hola… ¿Qué? ¡Grita más, que no te oigo! ¿Cómo dices? ¿María?… Sí… ¿Qué? María, sí, sí, ya te he oído... ¿Qué le pasa a María?... ¿Cómo? ¡Que qué le pasa a María! ¿Qué dices? ¡A María, coño, que qué le pasa!… ¡Y yo qué sé quién es María! Tú has dicho que… ¿Cómo dices? Grita un poco, que no te oigo nada. ¿Qué?... ¡Que no te entiendo una palabra!... ¿Cómo? ¡Que no entiendo lo que…! ¿Qué?... ¡Que no te entien…! ¿Cómo dices? ¡Que qué estás diciendo!... Bueno, hija, ya hablaremos otro día porque esto va a costarnos un dineral.
¿Y la basura? El término reciclaje no estaba en el diccionario. Las basuras se metían en bolsas de plástico y se colocaban en la esquina de la calle a la espera de que pasara el camión de la basura o, en su defecto, un perro vagabundo que esparciese el contenido de las bolsas en los alrededores. Eso sucedía entonces en todos los municipios de España; y hoy en día, exclusivamente en el Tercer Mundo y en el barrio antiguo de la ciudad de Girona, donde, por no sé qué imposiciones de un diseño turulato, el Ayuntamiento desecha los prácticos contenedores y la basura se acumula cada noche ante las puertas de las casas.
Supongo que, de haberme despertado tras más de treinta años de hibernación, habría flipado con esas cosas y alguna más. Por ejemplo, con Manuel Fraga. Creo que la imagen de un Manuel Fraga todavía en activo me habría alucinado más que las pantallas táctiles, las guerras por si acaso o los GPS. Y seguro que también habría flipado con la calidad de los programas de la tele, que tampoco ha variado mucho. O con la persistencia del tricornio de
6 comentarios:
Es curioso eso que dices del sereno. Tienes razón que no tiene mucho sentido que no las llevara encima el propio interesado.
Quizás era una costumbre que se remontaba a tiempos muy antiguos en los que las llaves eran del tamaño de un diplodocus y no les cabía en el jubón o las polainas. Por ejemplo.
pues imagínate a los pobres serenos del neolítico inferior ese.
...si, me los imagino. Y aguantando trogloditas borrachos a altas horas de la nuit. Por eso les debían llamar "serenos", porque eran los únicos que acertaban con la llave en la cerradura. Fijo.
Yo incluso recuerdo de chaval ,ir a casa de algún amigo en unas casas cerca de la plaza concordia, que tenñían 2 o 3 pisos, y cuando llamabas te abrian con una cuerda que estiraban desde arriba y la misma te abría la puerta, esa cuerda iba conducida por unas argollas o algo así.
mike
qué vida esta!
qué país este!
y porqué se llamaba al sereno dando palmadas?
plas!, plas!...
serenooo!
no sé si ocurría en algún otro lugar del mundo, pero viéndolo desde ahora parece realmente el neolítico que comenta Fernando.
qué triste!
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