EL MEDIO AMBIENTE Y LOS POBRES
Hace días, conversando con un conocido en la terraza de una cafetería, salió el tema de los vuelos de bajo coste. Mi amigo, al que le sobra tiempo y dinero para viajar a otro continente cada fin de semana, me soltó que, en su opinión, tales vuelos deberían estar prohibidos. Anda éste, dije, ¿Y a santo de qué? Respondió que esos vuelos son una de las causas de la proliferación de gases en la atmósfera y que, si no existieran, eliminaríamos una de las fuentes principales de la contaminación. Pasaron unos segundos. Luego otros. Al fin dije: Tú estás chalao, ¿no?
Al día siguiente leí en una revista algo por el estilo. Poco más o menos, también ahí decían que el uso de los aviones baratos ensucia el aire sobremanera y que, por lo menos, debería limitarse su tráfico. Dejé la revista sobre la mesa, me tumbé en el sofá y, mientras miraba el desconchado de una esquina del techo, me dije: A ver, aquí hay algo que no va o que yo no entiendo. Porque, entre otros razonamientos, yo estoy suscrito a esa revista y se supone que debería estar mínimamente de acuerdo con su contenido. El artículo hablaba del peligro de ese turismo efímero que llega, arrasa y vuelve a su tierra sin haber valorado nada más que el precio del billete. Lo llamaba turismo antiético en contraposición a un turismo más tranquilo, que dispone de tiempo, culto y, por supuesto, con mucho más dinero que el otro.
No cuadraba, claro. Prohibir los vuelos de bajo coste por esas razones sería como afirmar que los pobres son los culpables de la contaminación o que sólo los ricos tienen derecho a contaminar libremente. No cuadraba por ningún lado y, sin embargo, mi amigo y la revista se habían quedado tan anchos después de soltar la andanada, como quien habla con todo el sentido común.
Dos días más tarde volví a encontrar a mi amigo y nos sentamos de nuevo en la terraza de la cafetería. Le dije: De acuerdo, tío. He estado pensando en lo de los vuelos baratos y tengo la solución. Me miró, se echó al coleto un trago y dijo: Ah, ¿sí? Le respondí: Observa. Parece que hay que frenar los ímpetus turísticos de la gente o bien racionar los vuelos para no enguarrar más el ambiente, ¿no es eso? Me miró, pensó un poco y dijo: Sí. Luego continué: Y parece que hay que filtrar la cosa según el dinero que uno tenga, ¿verdad? Respondió, hartándose de razón: Claro. Como había sucedido en nuestro encuentro anterior, pasaron unos segundos. Luego otros. Y después dije: Entonces no hay problema. La posibilidad de viajar en aviones de bajo coste ha de estar limitada a aquellos cuyas rentas no superen cierta cantidad de dinero. Los demás, los ricos o quienes estén en camino de serlo, que se jodan. Mi amigo me miró con desprecio, soltó con desprecio un billete sobre la mesa y se fue con un gesto de desprecio. No tuve más remedio que concluir mi razonamiento a solas. Pensé: El secreto, por lo tanto y como ha quedado demostrado, está en la educación. Si los ricos hubiesen dedicado su dinero a educarse y a educar a los demás no habría nacido ese supuesto turismo antiético ni muchas otras cosas, pero como jamás han invertido su dinero en nada de eso, deben pagar ahora las consecuencias. Me pareció de una lógica aplastante; pero, por si acaso, decidí no dejar nada escrito al respecto en ninguna parte.
«Educar a un rico es inútil.
Y a un pobre… peligrosísimo» (Jardiel Poncela)
(La foto de arriba está extraída de www.elnidodelcuco.net)