lunes, 15 de octubre de 2007


EL PRIMER GRAN ATENTADO ECOLÓGICO

Hace años, cuando algunos éramos unos críos, la gente se tumbaba al sol y se iba poniendo razonablemente morena. Eso podía durar días, semanas e incluso más de un mes. Para todo el mundo estaba muy clara la diferencia entre los que habían ido a la playa y los que se habían quedado en casa o habían optado por otro destino de vacaciones. El moreno de la piel era un objetivo muy buscado por los veraneantes y el punto de partida de mil envidias. Pero tomar el sol era sano, como era sano ese dorado creciente que exhibían los que pasaban mañanas y tardes enteras bajo los rayos del sol.
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Desde mi punto de vista, el hecho de tumbarse sobre una toalla durante las horas de más calor de julio y agosto es propio de masoquistas o de mártires cristianos, que, en el fondo, viene a ser lo mismo. No obstante, reconozco el derecho de cada cual para aburrirse según le venga en gana, sea carbonizándose en la playa o de cualquier otra manera. Y el asunto de broncearse no tendría ninguna importancia de no ser por lo que ha sucedido desde que se difundió la existencia del agujero en la capa de ozono; es decir, desde que se ha evidenciado una auténtica obsesión por tumbarse en la playa pese a los efectos nocivos de los rayos del sol, algo que lentamente ha ido dejando de ser un placer para convertirse en un vicio. Pero antes de continuar debemos echar un vistazo a los orígenes de todo esto.
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Sin aviso previo, sin que nadie hubiese dicho nunca una palabra al respecto, hace veinte años nos dijeron que se había producido un agujero en la capa de ozono y que los culpables no eran las industrias pesadas, ni las bombas, ni las centrales nucleares, sino los ciudadanos de a pie —o sea, nosotros—, empeñados en utilizar desodorantes y neveras. La verdad es que tiene guasa. Nadie puso en duda que los europeos tuviésemos la culpa de que se produjera un cataclismo semejante nada menos que en el cielo de la Antártida, a miles de kilómetros de nuestro continente, donde nadie sabe qué se traen y se han traído entre manos las potencias que en su día se repartieron ese territorio helado. En el Polo Sur no vive nadie. Sólo hay laboratorios, tal vez bases militares y otras sedes misteriosas de investigación de ni se sabe qué proyectos. Pero todo el mundo está de acuerdo en que yo soy el culpable de la destrucción de la capa de ozono porque, después de ducharme, tengo la mala costumbre de ponerme desodorante.
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Al margen de eso, el hecho es innegable: nos encontramos ante el primer gran atentado ecológico de la historia ¿Y cuál ha sido la respuesta de la gente? Ir a la playa para tomar el sol mientras se pone cremas para que no le dé el sol, o, lo que es lo mismo, mirar hacia otro lado. Es decir, seguimos haciendo lo mismo que cuando la capa de ozono no había sufrido el atentado: vamos a la playa y nos importan un pepino el sol, sus rayos, el ozono y la arena que pueda colársenos en el bocadillo. Nos desentendemos del desastre en lugar de tratar de solucionarlo, barremos la casa y ocultamos lo barrido bajo la alfombra. Estoy seguro de que la gente seguiría yendo a la playa aunque el mar se quedase sin una gota de agua, fingiría nadar en un océano de nada y continuaría haciendo colas interminables para poder volver a casa sudando y maldiciendo.
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Pero aún hay algo más: hace poco me dijeron que alguien ha inventado unas cremas autobronceadoras. No sé por qué, me da la impresión de que eso no debe ser muy sano. Pero además creo que, del mismo modo en que la gente acudiría a la playa aunque ya no quedase agua en el mar, también lo haría aunque el sol se oscureciera para siempre; y se untaría allí, envuelta por la oscuridad de la noche eterna, las mencionadas cremas. Desde luego, no podría haber nada más idiota, pero así es el mundo. Y ahora le toca el turno a la última moda de concienciación ecológica. Se habla, y mucho, de las consecuencias que puede tener el denominado cambio climático. ¿Qué vamos a hacer ante ello? ¿También miraremos a otra parte?

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