Acabo de leer el libro Memorias de un beduino en el Congreso de los diputados, de José Antonio Labordeta y, la verdad, responde a lo que esperaba, que ya es mucho decir en estos tiempos. Labordeta se muestra como lo que es, sincero y cercano, sin alardear de otra cosa que no sea haber nacido en el desierto de Los Monegros o de ser un ciudadano más en busca de soluciones a sus problemas. Después de leer el texto uno se da cuenta de que, equivocado o no, Labordeta ha sabido mantenerse fiel a sí mismo, lo cual ya no es mucho decir en estos tiempos: es la hostia.
Ese diálogo sincero que Labordeta tiene consigo mismo nos lleva a ver el mundillo de los políticos desde un ángulo que a mí, al menos, me ha resultado familiar. Es como si, en lugar de Labordeta, hubiese estado cualquiera de nosotros en el Congreso. Porque los políticos de carrera, los de siempre, los de las sonrisas falsas y los zapatos relucientes, esos que no conocen ni a su padre si está en juego su sillón parlamentario, están tan lejos de Labordeta como del común de los mortales. Labordeta los describe con una prosa sencilla y creíble, sin adornos y sin pasarse. Eso tiene a su favor: en ningún momento se le sube el rollo a la cabeza. Y eso se agradece, claro. Sobre todo, teniendo en cuenta que tuvo que soportar los desplantes y el desprecio de un Aznar con mayoría absoluta. El relato de las sesiones parlamentarias es, a ratos, desternillante.
No debe resultar fácil estar en el Congreso y ser el único representante de un partido minoritario y casi desconocido que trata de pelear por los derechos de los habitantes de un territorio desértico. Los políticos están hechos de una pasta inmunda: tú no eres nadie si no estás por encima de mí. Y Labordeta no sólo no era nadie en medio de esa jauría, sino que, además, no pretendía serlo. Eso era algo intolerable, claro; era como negar la misma esencia de la política. Cada vez que subía a la tribuna tenía que escuchar la burla o el insulto pretendidamente gracioso del bobo de turno, casi siempre del Partido Popular. De ahí que un día perdiera la paciencia. Probablemente se le recordará por eso, por la respuesta que dio sin poderlo evitar. ¿La razón? Lo que estoy diciendo: Muchos nos sentimos identificados con él cuando, dirigiéndose a la bancada de donde partían los rumores que no le dejaban hablar, dijo: “¡A la mierda, señorías!”. ¿A quién no le gustaría ir al Congreso y decir lo mismo?