sábado, 27 de marzo de 2010

Memorias de un beduino


Acabo de leer el libro Memorias de un beduino en el Congreso de los diputados, de José Antonio Labordeta y, la verdad, responde a lo que esperaba, que ya es mucho decir en estos tiempos. Labordeta se muestra como lo que es, sincero y cercano, sin alardear de otra cosa que no sea haber nacido en el desierto de Los Monegros o de ser un ciudadano más en busca de soluciones a sus problemas. Después de leer el texto uno se da cuenta de que, equivocado o no, Labordeta ha sabido mantenerse fiel a sí mismo, lo cual ya no es mucho decir en estos tiempos: es la hostia.

Ese diálogo sincero que Labordeta tiene consigo mismo nos lleva a ver el mundillo de los políticos desde un ángulo que a mí, al menos, me ha resultado familiar. Es como si, en lugar de Labordeta, hubiese estado cualquiera de nosotros en el Congreso. Porque los políticos de carrera, los de siempre, los de las sonrisas falsas y los zapatos relucientes, esos que no conocen ni a su padre si está en juego su sillón parlamentario, están tan lejos de Labordeta como del común de los mortales. Labordeta los describe con una prosa sencilla y creíble, sin adornos y sin pasarse. Eso tiene a su favor: en ningún momento se le sube el rollo a la cabeza. Y eso se agradece, claro. Sobre todo, teniendo en cuenta que tuvo que soportar los desplantes y el desprecio de un Aznar con mayoría absoluta. El relato de las sesiones parlamentarias es, a ratos, desternillante.

No debe resultar fácil estar en el Congreso y ser el único representante de un partido minoritario y casi desconocido que trata de pelear por los derechos de los habitantes de un territorio desértico. Los políticos están hechos de una pasta inmunda: tú no eres nadie si no estás por encima de mí. Y Labordeta no sólo no era nadie en medio de esa jauría, sino que, además, no pretendía serlo. Eso era algo intolerable, claro; era como negar la misma esencia de la política. Cada vez que subía a la tribuna tenía que escuchar la burla o el insulto pretendidamente gracioso del bobo de turno, casi siempre del Partido Popular. De ahí que un día perdiera la paciencia. Probablemente se le recordará por eso, por la respuesta que dio sin poderlo evitar. ¿La razón? Lo que estoy diciendo: Muchos nos sentimos identificados con él cuando, dirigiéndose a la bancada de donde partían los rumores que no le dejaban hablar, dijo: “¡A la mierda, señorías!”. ¿A quién no le gustaría ir al Congreso y decir lo mismo?

lunes, 22 de marzo de 2010

La sanidad de Obama


Vaya, vaya. Parece que Obama ha obtenido su primer triunfo desde que se fue a vivir a la Casa Blanca: la Cámara de representantes de los Estados Unidos ha aprobado la reforma sanitaria que hará que casi todos los ciudadanos norteamericanos puedan acceder a los hospitales gratuitamente. No todos, claro está: se quedan fuera los más pringaos, como siempre, pero algo es algo.

De un modo u otro, la mencionada reforma es algo parecido a la Seguridad Social que tenemos en Europa desde el año Catapún. Pero como las cosas son como son y el imperio es el imperio, ahora sólo falta esperar a que los yanquis nos digan que eso de la sanidad gratuita es un invento suyo, como dicen de todo lo que forma parte de su pretendida cultura. ¿O no suelen hacer eso? Lo jodido es que algunos aún nos acordamos de que las pizzas son italianas, la mostaza es francesa, las hamburguesas son alemanas, la democracia es griega y hasta el güisqui es escocés.

(El chiste es de Forges, of course)

miércoles, 10 de marzo de 2010

Regreso al pleistoceno


Un jefazo de la patronal española (o la CEOE, Confederación española de organizaciones empresariales) ha dicho que la mejor medida para acabar con el paro juvenil es, nada más y nada menos, la creación de contratos de seis meses con salario mínimo, sin derecho a la prestación por desempleo, sin posible indemnización por despido y sin cotizaciones empresariales a la Seguridad Social. Desde luego, hay que ser troglodita. Al final se ha echado atrás, el tío, al ver la reacción incomprensible del pueblo bajo.

(En la imagen, los Picapiedra)

lunes, 8 de marzo de 2010

A vueltas con los toros


Empecemos por el principio. Las corridas de toros no me gustan, pero tampoco me quitan el sueño. Si hoy hablo de ello es a causa de la propuesta de prohibición que se ha planteado en el parlamento catalán y que, por supuesto, me parece un simple movimiento de estrategia política. Por poner un ejemplo de esa falta de seriedad, conozco personalmente a algunos jóvenes catalanes que promueven actos antitaurinos en su ciudad, pero no se privan de ir en julio a los Sanfermines. Es lo que más me fastidia: la hipocresía.

No hay que ser Einstein para saber que la eliminación de las corridas de toros es tan difícil de conseguir como la eliminación de la gasolina. Todos sabemos del daño que causa la gasolina en el mundo, tanto en el medio ambiente como en los países que son bombardeados por el delito de tener petróleo en su subsuelo. Y todos sabemos que hay alternativas a la gasolina que podríamos estar utilizando desde hace años si nos lo hubieran permitido, ¿no es así? Pero está claro que eso no sucederá hasta que las petroleras no se hagan con el negocio de esas energías alternativas. La gasolina mueve dinero, muchísimo dinero, y los caciques del petróleo no piensan perder ni un céntimo así, por las buenas. Pues lo mismo sucede con los toros. El espectáculo de los toros alimenta a los empresarios taurinos, a los toreros, muletillas, rejoneadores, a un montón de hoteles, bares, empresas de souvenirs, agencias de viajes, complejos turísticos y qué sé yo qué más. ¿Alguien cree que los toros se pueden prohibir por decreto; o sea, a partir de mañana por la tarde? Hay que ser ingenuo. Las corridas de toros no se prohibirán hasta que la industria taurina no vea compensadas sus ganancias de algún otro modo. Es de cajón. O sea que ya está bien de seguir tomando el pelo al personal. Si quieren prohibir los toros, que ofrezcan alternativas válidas y que no se quede la cosa en lo que se va a quedar: en nada.

(La ilustración es de Pablo Picasso)