Después de leer, durante un par de horas, a ciertos autores contrarios a la globalización (a esta globalización, se entiende), uno puede concluir fácilmente que hay alguien, un personaje con nombre y apellidos, detrás de todo este lío. Parece como si estos últimos años hubiesen sido estudiados y programados por una mente malévola, inmoral y perversa a la que, además, le salen muy bien las cosas. Todo cuadra. Todo encaja en los planes del maligno. Todo, salvo el nombre del culpable. Y no hay mente lógica que pueda creer una palabra de un escritor que, después de argumentar al detalle las razones y los motivos del crimen, no sea capaz de ofrecer el nombre del asesino. Sin embargo, todos los autores antiglobalización utilizan el mismo estilo. Al final, uno se queda con las ganas de que le digan realmente algo.
Con eso no quiero decir que yo esté a favor de la globalización. Normalmente estoy en contra de todo. O de casi todo. Y esta globalización no me gusta, claro que no, pero tampoco me gusta que me den liebre por gato. Los gatos me gustan más que las liebres. Vamos, sin comparación. Tuve un conejo en casa y aquello fue Troya. Se comía los cables, el tío, y las cajas de cartón, y los zócalos de madera del pasillo, y cuanto cayera entre sus dientes. Un gato, en cambio, nunca haría eso.
O sea que no. La retórica de los antiglobalización es atractiva, embaucadora. Pero no cuela. El viejo truco nazionalista de echar las culpas de los males del mundo a un individuo inconcreto, sumamente inteligente y lejano me repugna. Sobre todo, teniendo en cuenta que, cuando peor ha ido el mundo en estos últimos años, ha sido durante el gobierno de los tres gobernantes más torpes y más ignorantes de la historia: Bush, Blair y el insigne Aznar. ¿Alguien cree que esas tres mentes pensantes hubiesen podido imaginar un plan, no a escala global, sino provincial, que no fuese la guerra? Dejémonos ya de historias y de lanzar las pelotas fuera. Los culpables de la globalización somos todos. Desde el momento en que nos dejamos llevar por la estúpida placidez que inunda nuestras vidas cotidianas, estamos siendo cómplices de lo que pasa. Lo demás es hipocresía.
(El dibujo de arriba es de El Roto)
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