Acabo de editar un nuevo libro, coproducido por mí y la editorial El Grito, con quienes ya he trabajado en alguna ocasión (una tirada corta, sin grandes pretensiones). Se titula “El frontón de Shanghai”, y está ambientado en un frontón que efectivamente existió en Shanghai durante los años treinta del siglo pasado. Es una novela de ficción basada en el relato de la mujer de uno de los pelotaris, ya mayor aunque más lúcida que muchos, con quien tuve la ocasión y el placer de conversar. Reproduzco la primera página para hacer boca.
I
Mi marido fue pelotari en Shanghai. Ahora puede parecer extraño, pero en los años treinta del siglo pasado hubo un frontón en la ciudad, el Jai-Alai. Nosotros vivíamos cerca de allí, como a cuatro manzanas, en una villa de estilo español que daba a una avenida tranquila de la Concesión francesa, lejos del bullicio de las salas de baile, de los teatros, de los burdeles y, sobre todo, de los peligros de la ciudad china. Tenía un jardín poblado de árboles y flores y un zaguán porticado donde tomábamos el té de la tarde cuando el clima acompañaba. Shanghai era, en aquellos tiempos, una ciudad hermosa y terrible, el lugar de ensueño donde nació mi hija y también el punto de encuentro de los aventureros, las sociedades secretas, los traficantes de opio y los jugadores profesionales. Lo mejor y lo peor convivían en una feliz complicidad. Con casi cuatro millones de habitantes, la ciudad acogía por igual a los mendigos del extrarradio como a los delincuentes del Shanghai negro o a los europeos que ocupaban las Concesiones, esa herencia de un pasado colonial que había sobrevivido a su propia época. Y en las calles del centro, dentistas ambulantes, adivinos, vendedores de fruta o de tabaco trataban de hacer una competencia imposible a los pequeños comercios y a los grandes almacenes de estilo occidental. Recuerdo a aquellos rusos blancos, fugitivos y arruinados por la revolución, que daban largos paseos en rickshaws para que la gente creyera que conservaban sus privilegios en ese lugar que no entendía de títulos ni de noblezas. Los jóvenes chinos, agobiados por la miseria, buscaban empleo en las fábricas siniestras de las afueras mientras en los edificios del Bund, el enorme paseo europeo a orillas del río Huangpu, se realizaban las operaciones financieras más cuantiosas y arriesgadas de Asia. Shanghai significaba libertad, según se dijo. Y de hecho la había. Mucha. Pero no era fácil que los chinos accedieran a la placidez de nuestros barrios, por ejemplo, o que los gángsters de renombre acabaran en prisión. Los límites de las Concesiones estaban muy bien definidos por las alambradas y por las patrullas de soldados franceses o ingleses. Y nosotros, los vecinos españoles de la Concesión francesa, éramos conscientes de nuestra suerte y no intentábamos cambiar las cosas. A veces, incluso después de tanto tiempo, creo despertarme de nuevo en aquel dormitorio de amplios ventanales. Nuestra villa era un encanto. El aire fresco movía las cortinas y la luz de la mañana creaba una atmósfera creciente de bienestar, de sábanas inundadas de aromas orientales, de apacible seguridad.
Sólo decir que, al ser coproducida por la editorial y yo, quien quiera comprar un ejemplar por correo puede hacerlo escribiendo a la editorial:
O bien directamente a mi mail:
Y ya nada más queda por decir al respecto, creo, salvo el precio: 15 euros más los gastos de envío. Espero que disfrutéis con su lectura.