jueves, 15 de abril de 2010

Blancanieves y la igualdad


En función de lo que suelo ir diciendo, estoy seguro de que hay quien cree que la ministra de igualdad, Bibiana Aído, me parece especialmente ridícula o que su ministerio es un simple escaparate o una institución cara e inútil. Bueno, pues he de decir que quien crea tal cosa… está en lo cierto. Y no sólo eso. Desde mi punto de vista, el mencionado ministerio es más sexista que las actividades que pretende combatir. Creo que en Europa no hay una institución más sexista que nuestro ministerio de igualdad. Pero voy a dejar esa cuestión para otro día, porque hoy quiero hablar de una nueva propuesta que ha partido de sus insignes salones y que, para variar, lleva la firma turulata del absurdo. No sé, yo me imagino a Bibiana y a los suyos llegando al ministerio, sentándose ante las mesas de sus despachos y preguntándose: “¿Qué tontería vamos a decir hoy?”. Porque no hay para menos. Y es que la última chorrada, que sobrepasa los límites de lo razonable, alude al supuesto sexismo de los cuentos clásicos infantiles y propone que Blancanieves, La Cenicienta y otros tantos del mismo aire sean eliminados de los programas escolares para no contaminar las mentes de nuestros hijos. Bravo. Nuria Alonso lo deja bien claro en el periódico La Rioja: “Resulta que, según la tesis de Aído, no era la Bella Durmiente la que tenía que ser salvada sino que ella debería haber salvado al Príncipe Felipe. Y que Blancanieves no tenía que haber mordido la manzana envenenada, sino, no sé, igual el príncipe o los enanitos (perdón, los 'bajitos' por aquello de no discriminar) tenían que haber mascado el fruto prohibido”. Y ya, de paso, después de alterar, censurar o prohibir los cuentos de siempre, podríamos cargarnos todos los títulos de la literatura universal por el mismo motivo, los cómics, los relatos de tradición oral y la mayor parte de las canciones. O sea, todo.

(La terrible imagen de la Cenicienta con la escoba ha sido extraída de adisney.com)

martes, 6 de abril de 2010

El Camino madrileño


Mi familia materna es originaria de un pueblo que está en el Camino de Santiago, a unos ciento cincuenta kilómetros del inicio tradicional del recorrido, justo antes de los extensos terrenos sin una sombra de Castilla. Desde pequeño he visto pasar a peregrinos de todos los colores, edades y pelajes y puedo decir que, en líneas generales, los de aquel entonces no se parecían en absoluto a los de hoy en día. Vamos, ni hablar. Los de mi niñez apestaban a rayos, truenos y centellas, llevaban el pelo sucio del sudor de varios días y tenían un color de piel sospechosamente oscuro. En cambio, a los actuales no les sucede lo mismo. Frescos como lechugas, los peregrinos de estos últimos años huelen a perfume caro y recién puesto, van vestidos a la última moda aventurera y no tienen ni idea de por qué narices han decidido hacer una parte del Camino de Santiago a pie. Una parte. En cierta ocasión ya hablé de ellos.

Y es que el Camino, y aquí me darán la razón los auténticos peregrinos, no es sólo un recorrido que empieza en algún lado y acaba en la ciudad de Santiago de Compostela. Es mucho más. Es un largo paseo por la fe cristiana o por la historia, por la ruta de los templarios, por las casillas del juego de la Oca o por las interioridades de uno mismo. Sí, sí: el juego de la Oca. Naturalmente, la mayor parte de los peregrinos de hoy en día ignoran todo eso de un modo absoluto.

Por esa razón me ha parecido muy curioso que las autoridades acaben de inventarse “el Camino madrileño”, un bodrio que alimenta la estupidez de los que no quieren plantearse nada de este mundo ni del otro. Es como inaugurar la ruta de los castillos en un trayecto sin castillos. Y a partir de ahora, sí. A partir de ahora, el Camino se convierte en un simple recorrido, en una excursión para ejecutivos de vacaciones, en una mierda. Se convierte en algo tan falso como la carrera llamada “París-Dakar”, que no empieza en París, ni acaba en Dakar, ni se celebra siquiera entre Europa y África. Pero nos ha tocado vivir en este mundo; un mundo lleno de ignorantes que, además de serlo, no quieren saber más.

(La foto está extraída de sanchezreverte)

domingo, 4 de abril de 2010

La normativa de la Comunidad Europea


Creo que lo he entendido perfectamente. Según han dicho en el noticiario de no sé qué cadena de televisión, a partir de ahora las gafas de sol deben llevar una pequeña pegatina donde se indique el tipo o grado de filtro que llevan los cristales. De esa manera el comprador puede elegir sus gafas en función del uso que les vaya a dar, ya sea para utilizarlas en un lugar poco expuesto a los rayos solares o en la playa, por ejemplo, donde el sol ataca con más fuerza. Está claro, ¿no?

Lo malo es que los piratas y los manguis vulgares ya se han enterado de la historia y falsifican las mencionadas pegatinas con absoluta tranquilidad, con lo cual uno no puede saber si las gafas cumplen la normativa de la Comunidad europea o no. De modo que las autoridades, en su afán de proteger al ciudadano consumidor, han añadido una etiqueta en la que aparecen las letras C y E, como corresponde a un producto de la Comunidad Europea. Así es difícil equivocarse, ¿verdad? Lástima que la etiqueta también sea susceptible de ser falsificada. O sea que, colgando de esa etiqueta, debería ir un papel en el que se asegurase que la etiqueta no está falsificada. Y pegado al papel, un cartón donde se indique que el texto del papel anterior proviene del Departamento de seguridad de la Comunidad Europea. Y, pegado al cartón, un anexo en madera que diga: “Que sí, coño, que las gafas son auténticas”. Y junto al anexo, una bolsa de plástico para tirar todo lo anterior a la papelera más próxima… gafas incluidas, por supuesto.

viernes, 2 de abril de 2010

Misterios de la fe

Hoy es viernes santo y, como cada año en este día, me viene a la cabeza una pregunta que desde mi punto de vista no tiene solución. “Hay que tener fe”, decía el profesor de religión cuando alguna de nuestras dudas le ponía en una situación jodida. Así, por ejemplo, había que tener fe para creer en la virginidad de María, en la rebuscada forma trina del creador o en la turulata existencia del purgatorio. “Hay que tener fe", decía el tío, "y al que no tenga fe le pongo un cero”.

Del mismo modo, supongo que hay que tener fe para comprender o pasar por alto algo que cada viernes santo, como digo, me planteo invariablemente. La cuestión es muy sencilla y parece una tontería. De hecho, lo es. Y uno se pregunta que, si es una tontería, ¿para qué insistir tanto en ello? Me refiero a eso que dicen de Jesús y que se recuerda en misa cada semana santa: “Y al tercer día resucitó”. Desde luego, es muy raro; parece una manera más de complicar las cosas. Y no me estoy refiriendo al hecho de que alguien pueda resucitar, no, cosa harto dudosa por otra parte. Me refiero a que, si Jesús murió en viernes santo (o sea, hoy), ¿cómo es posible que pasaran tres días hasta el domingo (o sea, pasado mañana), que es, según los Evangelios, cuando se produjo la resurrección? “Y al tercer día resucitó”. En todos los calendarios del mundo pasan dos días desde el viernes hasta el domingo. Pero no sucede lo mismo con el calendario cristiano en semana santa, que tiene seis días teniendo siete. U ocho, que ya no me aclaro. Cuestión de fe, supongo.